El Sistema Jurídico-Administrativo: Jerarquía, Costumbre y Principios Generales
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El Sistema Normativo y su Articulación Técnica
El derecho administrativo constituye un ordenamiento jurídico. Concretamente, el ordenamiento jurídico-administrativo es la parte del ordenamiento jurídico general que afecta o se refiere a la Administración Pública. El ordenamiento no es un agregado de normas; más bien, el ordenamiento precede a la norma, la cual es tal no por ninguna cualidad abstracta o de esencia sino justamente por su inserción en un ordenamiento concreto, que como tal la precede y ha tenido que definirla previamente como fuente del derecho y en cuyo seno únicamente cobra todo su sentido. El ordenamiento jurídico es sustancialmente organización, estructura, posición de un ente social como tal ente y entre sus miembros. Es un error de la concepción positivista del derecho reducir éste a simples normas e intentar concretar en ellas todos los caracteres del sistema jurídico. La filosofía estructuralista ha hecho visible que en casi toda creación humana la idea de un sistema estructural precede y da únicamente sentido a las series de actos o posiciones concretas. El ordenamiento jurídico resulta ser una unidad con vida propia, independiente y distinta de la de las propias normas, que son tales, precisamente, en cuanto se integran en él. El ordenamiento jurídico es como pueden comprenderse las mutaciones que en él se producen. Las normas cambian, pero el ordenamiento jurídico permanece, en tanto permanecen sus principios. Cuando éstos cambian, cambia también el ordenamiento en su conjunto, aunque no se realice directamente ninguna operación sobre las normas. Dentro de esta unidad estructural que es el ordenamiento coexisten una serie de distintas fuentes del derecho. El derecho es una función social de articulación de un conjunto social con sus miembros y de éstos entre sí, y esa función no puede separarse de una concepción material de la justicia, informulada en su totalidad, pero arraigada profundamente en el corazón de los hombres. Hay una pluralidad de fuentes, con la cual ha de constituirse un sistema unitario, el ordenamiento jurídico. Para mantener dicha unidad es menester considerarla como si de un sistema cerrado se tratase, sistema en el que, por principio, no caben vacíos. El ordenamiento funciona necesariamente como un sistema total, desde el momento en que su función es regular la totalidad del conjunto social del que surge.
La Doctrina de la Jerarquía Normativa
A. La estructura jerarquizada del ordenamiento jurídico-administrativo
La Administración es el sujeto por excelencia del derecho administrativo. Por diferencia notable de otros sujetos de derecho, la administración no está simplemente infraordenada a las normas jurídicas, sino que ella misma tiene potestad de crearlas. La norma creada directamente por la administración es el reglamento. Un problema es el de la coexistencia y articulación de la ley con esta norma de formulación administrativa. Esa coexistencia y articulación se ordenan alrededor de los dos principios: el de jerarquía y el de reserva de ley. Pero, a la vez, no existe un tipo único de reglamento, sino una pluralidad de formas reglamentarias, pluralidad que se organiza también mediante una disposición jerárquica interna. El ordenamiento administrativo se nos aparece, como un sistema plural que se expresa en un orden jerárquico de normas, expresión de una supuesta racionalidad, la racionalidad que se deriva de un reparto abstracto de competencias y funciones entre los diversos tipos normativos. El derecho administrativo apunta a la conciencia de una tercera dimensión que supone una diferenciación esencial entre las distintas normas escritas, la perspectiva en profundidad que proporciona la acumulación sobre un mismo problema de normas escritas de muy distinta procedencia y valor. La Administración se nos presenta descompuesta en una pluralidad de entes diversos. Desde la perspectiva de las fuentes del derecho cada uno de esos entes constituye el centro de verdaderos ordenamientos secundarios, precisamente porque el ordenamiento es un correlato de la organización y ésta viene a expresarse en centros múltiples. Pero esos ordenamientos secundarios no alcanzan una verdadera entidad, más que en el caso de las Administraciones territoriales, titulares de competencias y potestades generales y con imperium referido a todos los presentes en el territorio que constituye su base. La Constitución Española mantiene ese núcleo tradicional de la Administración local constituida por la provincia y el municipio, cuya autonomía efectiva garantiza con la técnica de la garantía institucional. Por otra parte ha operado un sangrado espectacular del hasta ahora omnipresente poder del Estado en beneficio de las llamadas Comunidades Autónomas, que son las nacionalidades y regiones que integran la nación española, entidades en beneficio de las cuales se consagra y garantiza un derecho a la autonomía. De este modo la organización territorial del estado se ordena, en estos tres niveles sucesivos, sobre el principio generalizado de autonomía, concepto que implica correspondiendo así a su etimología, una potestad normativa propia, base de otros tantos ordenamientos singulares, secundarios por relación al ordenamiento general del Estado. Esa dualidad normativa derivada de otros tantos centros organizativos separados y las complejas relaciones internormativas que de ella resultan no pueden ya explicarse sobre el principio de jerarquía, como la dualidad de ley y reglamento. Aparece aquí el principio de competencia: las normas autonómicas surgen en ámbitos competenciales que en favor de las respectivas comunidades ha reservado la Constitución Española, en primer término, y, en aplicación de la misma, los estatutos de autonomía, las leyes orgánicas de transferencia o delegación de facultades y las leyes marco; o, en el caso de los entes locales las leyes de régimen local y las leyes autonómicas que tienen competencia reguladora de las competencias locales. Dentro de esos ámbitos de autonomía las leyes y los reglamentos del estado no están supraordenados a las normas autonómicas. Las normas del estado prevalecerán en caso de conflicto sobre las de las Comunidades Autónomas en todo lo que no esté atribuida a la exclusiva competencia de éstas.
La Costumbre, el Precedente y el Uso
Una cierta tradición dogmática ha pretendido excluir a la costumbre en base a argumentos como que el carácter racionalizado y reflexivo del ordenamiento administrativo excluye las normas de formación espontánea como la costumbre; que el derecho administrativo es por esencia un derecho del estado, en tanto que la costumbre es un producto de la sociedad. Pero con independencia de la apelación común a la costumbre extra legem del art. 1 del Código Civil, encontramos en leyes administrativas una invocación más expresa en sectores concretos, incluso una invocación como solución previa a la aplicación de la propia ley. Numerosas leyes del ámbito jurídico-administrativo se remiten a la costumbre, aunque con ciertas limitaciones. La costumbre no puede nunca integrar una norma sancionadora, pues el constituyente, al utilizar el término legislación vigente y de acuerdo con la primigenia función política del principio de legalidad, tan sólo ha legitimado a los representantes del pueblo, esto es, a las Cortes Generales para determinar las conductas antijurídicas. ¿Tiene valor normativo de costumbre el llamado precedente administrativo, la práctica reiterada por la Administración en la aplicación de una norma? Parece evidente que no. Nuestro derecho sólo admite la costumbre extra legem, no la secundum legem. Cuando existe una ley que ha de aplicarse, los sujetos se ordenan directamente a ella, sin tener que pasar por la versión que de la misma da uno de esos sujetos, la Administración. El precedente reiterado puede tener un cierto valor vinculante para la propia Administración, en el sentido de que apartarse de él en un caso concreto puede ser índice de un trato discriminatorio, de una falta de buena fe, de una actitud arbitraria. Se justifican en nuestro derecho este tipo de vinculación al precedente; se concreta la obligación de ajustar la intervención administrativa en la actividad de los administrados al principio de igualdad ante la ley; también se impone a la Administración el deber de respetar en su actuación los principios de buena fe y de confianza legítima; y se impone a la administración la obligación de motivar los actos que se separen del criterio seguido en actuaciones precedentes. La administración puede eventualmente apartarse del precedente, pero tiene que explicitar las razones concretas que le llevan a ese apartamiento. Esta manifestación permitirá controlar la objetividad de los motivos que se invocan y concluir si hay o no arbitrariedad encubierta, que es la que como tal se prohíbe. La exigencia en la igualdad, que por propia definición puede solicitar el ciudadano que se siente discriminado, ha de ser dentro de la legalidad y sólo ante situaciones idénticas que sean conformes al ordenamiento jurídico, pero nunca fuera de la legalidad, con extensión indebida a la protección de situaciones ilegales, ni tampoco limitada eficacia en el plano de los hechos que las actuaciones de los poderes públicos desplieguen para el restablecimiento de la realidad física o jurídica alterada ilegalmente. La Ley de Procedimiento Común ha introducido un concepto que ya había sido formulado por la jurisprudencia del Tribunal Supremo y que procede de la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Comunidad Europea: las Administraciones Públicas deberán respetar en su actuación los principios de buena fe y de confianza legítima. Es sabido que el desuso está proscrito como causa de derogación de las leyes por el art. 2.2 del Código Civil. Es también notorio que son infinitas las normas escritas que dejan de aplicarse sin haber sido derogadas de manera expresa dado el conjunto innumerable de normas escritas que nutren su cuerpo normativo. La Ley de Procedimiento Común anterior quiso evitar la incertidumbre de las derogaciones indirectas o implícitas imponiendo que no podrá formularse ninguna propuesta de nueva disposición sin acompañar al proyecto la tabla de vigencias de disposiciones anteriores y sin que en la nueva disposición se consignen expresamente las anteriores que han de quedar total o parcialmente derogadas. Se mantiene la exigencia de que las leyes y los reglamentos que modifiquen normas tributarias contendrán una relación completa de las normas derogadas y la nueva redacción de las que resulten modificadas. El problema que ahora nos ocupa es si todas las inaplicaciones de normas escritas pueden explicarse como un efecto de las derogaciones producidas por normas posteriores. Como no siempre podrá demostrarse esa derogación, si nos reducimos al análisis de normas concretas, ha podido concluirse que sólo el desuso explica la pérdida de vigencia. En la lógica del sistema normativo el desuso no puede admitirse fácilmente, porque pondría en cuestión el valor mismo de las normas escritas y, por ende, de los centros políticos capaces de producirlas; la norma debe valer por encima de su aplicación concreta, o incluso de su violación o inaplicación; sólo porque su razón de valer está sobreordenada o es trascendente a la aplicación puede ésta exigirse e imponerse más sencillamente aún, la norma es verdadera norma. No podrá hablarse de una derogación de la norma que deja de aplicarse por otra norma posterior concreta; pero deberá hablarse de una evolución del ordenamiento como conjunto que ha desconectado de él la norma en cuestión, por lo que deja de valer como tal.
La Contingencia y Variabilidad del Ordenamiento Jurídico-Administrativo
Las normas escritas que nutren el derecho administrativo pecan aún de su falta de racionalidad sistemática, de modo que unas se entrecruzan con otras, las innovaciones que las nuevas producen sobre las existentes no son siempre conocidas por la propia administración que las formula, las vigencias mismas suelen encontrarse en cuestión con normalidad. Los principios formales de jerarquía de que la ley posterior deroga la anterior, a los que hay que añadir el principio de competencia para delimitar los círculos ordinamentales diversos, no bastan para imponer la imagen de un conjunto normativo cierto y sistemático, que despliega un orden racional que ha de normar la actuación de los sujetos. El derecho administrativo es el ejemplo por excelencia de los que se ha llamado la “legislación motorizada”; son varios miles al año las normas nuevas que se promulgan en nuestro ámbito. El legalismo, desenfrenado, abocado a una inestabilidad permanente. La doctrina alemana ha distinguido entre el concepto clásico de ley (la ley definidora de un orden abstracto de justicia con vocación de permanencia) y la “ley-medida”, que más que definir un orden abstracto pretende, por el contrario, resolver un problema concreto y singular, instrumentar una política pública, lo que, supone adoptar, una medida o serie de medidas para afrontar un problema determinado y conseguir un determinado objetivo. La ley-medida no pretende definir un orden abstracto de justicia y por ello tendencialmente permanente; renuncia deliberadamente a las dos cosas y se presenta como una norma ocasional, contingente, explicable sólo en función de una situación o problema determinados que se pretende enderezar o superar, en todo caso conformar, en función de una determinada política o fin o resultado a conseguir más que en función de una justicia abstracta. El campo más propio de la ley-medida es el administrativo. La contingencia y provisionalidad y la singularidad de las situaciones con que la Administración ha de enfrentarse no se abordan sólo con actos que se limitan a aplicar un orden general ya establecido, sino también, mediante la definición de órdenes normativos singulares, provisionales y contingentes para afrontar las situaciones concretas contempladas. Cuando hablamos de ley-medida no nos referimos sólo a las leyes en sentido formal, sino que incluimos también al reglamento. Es ésta la norma por excelencia de ese carácter contingente y concreto. Y es él también el que añade una tendencia intrínseca hacia la ocasionalidad y la circunstancialidad que ya es menos justificada y degenerativa. El reglamento es un producto de la Administración, ella misma, es un sujeto de derecho que goza del formidable privilegio de crear, en una gran medida, las propias normas que han de vincularla. Se pretende normalmente alcanzar resultados concretos más que definir un orden tendencialmente permanente. Si la norma se justifica en función de unas circunstancias concretas es claro que no puede ser legítimamente aplicada más allá de esas circunstancias; es claro también que si las circunstancias cambian se pierde su justificación; es evidente, en fin, que su propia vigencia está igualmente condicionada al mantenimiento de la situación en base a la cual fue dictada.
Los Principios Generales del Derecho
Los principios generales del derecho expresan los valores materiales básicos de un ordenamiento jurídico, aquellos sobre los cuales se constituye como tal, las convicciones ético-jurídicas fundamentales de una comunidad. Al decir que se trata de principios se está precisando su carácter básico como soportes primarios estructurales del ordenamiento. Son generales porque trascienden de un precepto concreto y organizan y dan sentido a muchos, y, a la vez, porque no deben confundirse con apreciaciones singulares y particulares que pudieran expresar la exigencia de una supuesta justicia del caso concreto y mucho menos con opiniones subjetivas del intérprete. Pero son principios del derecho, fórmulas técnicas del mundo jurídico y no simples criterios morales, o las famosas buenas intenciones o vagas o imprecisas directivas. Las instituciones son las verdaderas unidades elementales de la vida jurídica. El derecho se presenta bajo una estructura institucional. Una institución es un régimen orgánico de un tipo de relación social determinada. No hay un catálogo cerrado de instituciones, unas se entremezclan con otras y las perspectivas institucionales pueden ser diversas aun para un mismo y único precepto. Cada institución está constituida sobre uno o varios principios generales del derecho porque trascienden a las normas concretas y porque en ellos se expresan siempre necesariamente un orden de valores de justicia material; son así nódulos de condensación de valores ético-sociales y centros de organización del régimen positivo de las instituciones y animadores de su función. Son estos principios los que sostienen y animan un ordenamiento, los que evitan su agotamiento en un simple juego autónomo de simples conexiones formales, los que explican, justifican y miden cada una de las reglas preceptivas finales y les prestan todo su sentido, a través de su inserción en el conjunto ordinamental. Tienen los principios una capacidad heurística, inventiva, organizativa, para ordenar los actos heterogéneos, cambiantes y hasta contradictorios de la vida jurídica. Los principios generales del derecho son un fruto de la propia vida jurídica y tienen dos formas capitales de manifestación; la práctica aplicativa del derecho y especialmente la jurisprudencia, que es la práctica aplicativa del derecho dotada de una mayor auctoritas y a la vez con más capacidad conformadora de la aplicación futura, y la doctrina, o la ciencia jurídica en la medida en que ésta cumple con su función propia, que no es la de una mera esquematización convencional del derecho con fines expositivos o didácticos, sino iluminar el sistema institucional del ordenamiento, explicar sus conexiones propias y permitir con todo ello un funcionamiento más afinado del mismo. Todo el derecho se constituye necesariamente sobre un sistema de principios generales del derecho que no sólo suplen a las fuentes escritas, sino que son los que dan a éstas todo su sentido y presiden toda su interpretación. Esos principios generales son principios técnicos, que articulan sobre todo el mecanismo básico del derecho, que son las instituciones; y su desarrollo y perfección es un fruto de la vida jurídica, un hallazgo a través del manejo de problemas concretos, y es la obra por excelencia de la jurisprudencia y de la doctrina.
La Aplicación e Interpretación del Ordenamiento Jurídico-Administrativo
A. La aplicación del ordenamiento jurídico-administrativo en el espacio
El derecho administrativo se rige por el principio de territorialidad. Los ordenamientos jurídico-administrativos extranjeros no tienen aplicación en nuestro territorio, a no ser que sean admitidos en virtud de reenvío o así se haya aceptado mediante el correspondiente tratado. Hay algunos aspectos que se rigen por el estatuto personal, de forma que la regulación española obliga a los españoles que se encuentren en el extranjero. La aplicación del derecho administrativo español fuera de nuestro territorio puede resultar igualmente de la existencia de establecimientos o de servicios concretos en el extranjero. La regla general es la territorialidad de las normas administrativas.
B. La aplicación en el tiempo del ordenamiento jurídico-administrativo
El comienzo de la vigencia de las normas exige su previa publicación y el transcurso de la vacatio legis, que, salvo precepto en contrario, es de 20 días. Se ha venido considerando tradicionalmente como una regla propia del derecho administrativo la que entiende que, si bien la ley puede establecer sin más su retroactividad, el reglamento no puede hacerlo. Los actos de la administración se presumirán válidos y producirán efecto desde la fecha en que se dicten, excepcionalmente podrá otorgarse eficacia retroactiva cuando se dicten en sustitución de actos anulados, y asimismo cuando produzcan efectos favorables al interesado, siempre que los supuestos de hecho necesarios existieran ya en la fecha a que se retrotraiga la eficacia del acto y éste no lesione derechos o intereses legítimos de otras personas. La posibilidad de retroacción se califica expresamente de excepcional por la norma legal que acaba de transcribirse, con lo cual se destaca que el principio y la regla general es la irretroactividad y se pone de manifiesto igualmente qué es lo que con ella se pretende: proteger a los particulares de posibles intromisiones de la Administración, actuando hacia el pasado, agrave la situación de los ciudadanos. Esa irretroactividad se refiere exclusivamente a los derechos adquiridos y consolidados, no, naturalmente, a un cambio de regulación pro futuro. Existen ciertas situaciones que serían objetivas, legales o reglamentarias, porque son generales y configuran status jurídicos de todas las personas a las que se refieren en cuanto que tienen su origen directo en la ley o norma que las creó y no en acto o resolución alguna, que, de existir, no sería otra cosa que una mera condición de la aplicación de la ley misma. Otras situaciones jurídicas son subjetivas, individuales, especiales, en la medida en que su contenido y alcance concretos resultan de un acto o negocio jurídico singular y, de la voluntad particular de quienes emiten el acto o concluyen dicho negocio, no de la ley, que se limita a hacer posible aquél o éste. Dado su origen en la voluntad negocial, los derechos creados por el acto o negocio en cuestión no podrían ser legítimamente alterados por una norma posterior a su conclusión. La aplicación en el tiempo del ordenamiento jurídico administrativo plantea también problemas peculiares en orden al tema de la pérdida de vigencia. Las normas administrativas se extinguen, o bien por el transcurso de su plazo de vigencia o bien por derogación. La cuestión es más complicada cuando la norma no determina directamente su plazo de vigencia, sino que se limita a hacerlo indirectamente en relación a las circunstancias del momento en que se dictan. Este tipo de determinaciones indirectas son, en principio, verificables, pero muy difícilmente por lo general, a menos de que se trate de situaciones concretas definidas con alguna precisión. Hay que estimar que las normas de este tipo pierden su vigencia y deben dejar de ser aplicables cuando desaparecen las circunstancias que las motivaron. Lo norma es que las normas no autolimiten su vigencia. Es claro que permanecen en vigor hasta su derogación por otra norma posterior. Esta derogación puede ser expresa o tácita. No es posible otorgar a los reglamentos el valor de interpretación auténtica de las leyes, por la sencilla razón de que la Administración no es el legislador. El juez no está vinculado por la interpretación que de una ley haga el reglamento. Las normas interpretativas o aclaratorias que en base a esas autorizaciones legales, o sin ellas, puedan dictarse son simples normas reglamentarias y la interpretación que en ellas pueda darse a la ley tiene todo el valor que corresponda a su rango normativo, pero no el de constituir una interpretación auténtica de la ley.