Homo Sapiens Sapiens: Naturaleza, Sociedad y Libertad
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Homo Sapiens Sapiens: Un ser vivo de naturaleza racional
¡Vivos!: he aquí lo primero que somos. Decía Aristóteles que para los vivos, la vida es su ser. Todo lo que somos, tenemos, sentimos, pensamos, hacemos o padecemos, todo, es porque estamos vivos.
a) Qué significa estar vivo
La vida es lo que diferencia a los seres vivos de los inertes. La vida es muy difícil, si no imposible, de conceptualizar. No entra en un concepto. Todo lo más, nos cabe determinar algunas notas que la caracterizan, como éstas:
- Vivir es automoverse: moverse autónomamente, desde dentro. Los seres no vivos no se mueven más que por inercia. El término inercia está emparentado con inerte; es el movimiento de lo muerto. Una piedra se mueve porque es atraída por otro cuerpo mayor, por la gravedad, o porque es empujada, pero el movimiento surge siempre desde fuera de ella. Un girasol, una hormiga, un ser vivo, se mueven desde dentro. El viviente desarrolla tres tipos principales de movimiento: el crecimiento, la nutrición y la reproducción. Estos tres tipos de movimientos no sólo tienen su origen dentro del vivo, sino también su fin (la reproducción requeriría alguna explicación adicional, pero nos extenderíamos demasiado).
- La unidad es otra de las características centrales del vivo. Cada ser vivo es uno, y lo es de distinta forma que lo son los no vivos. Cuando una piedra o un espejo se parte en varios pedazos, cada uno de ellos es de nuevo una piedra o un espejo. Obviamente, no podríamos decir lo mismo de un viviente que partiésemos en varios pedazos. La vida no puede perder la unidad sin perderse ella misma.
- Otra es la inmanencia. Inmanente es lo que se guarda y queda dentro. In-manere viene del latín, y significa “permanecer dentro”. Los movimientos que citábamos dos epígrafes atrás son inmanentes. Todo viviente lleva a cabo acciones cuyo efecto queda dentro del sujeto. Nutrirse, leer, llorar, dormir... son actividades que quedan para el que las ejecuta, aunque puedan ser vistas desde fuera. Todo viviente tiene un mundo interior. En la diversidad de seres vivos podemos apreciar diferentes niveles o grados de vida: las plantas, los animales o el hombre. Uno de los criterios que permiten graduar estos distintos niveles es el de la inmanencia: cuanto mayor es la capacidad de un ser vivo de guardar dentro de sí, cuanto más puede disfrutar de ese mundo interior, mayor es su grado de vida. No es el mismo movimiento el de una planta que los saltos de un felino hacia su presa o el movimiento de una mano que despide desde el tren a alguien a quien quiere. Cada uno surge desde y revela un diferente mundo interior, tanto mayor o superior cuanto más perfecto es el viviente, hasta llegar al hombre que tiene intimidad.
- Y la autorrealización: ningún ser vivo está acabado al nacer. Todo lo contrario: su vida es como un desplegarse tras su propio fin. En plantas y animales, el fin del desarrollo individual es la pervivencia de la especie, porque todo individuo está sometido a ella. En el hombre esto no es así (por eso le llamamos persona): el fin de cada persona es la perfección de ella misma mediante los fines que libremente se propone cada una. En todos los casos, vivir es -de un modo analógico- como crearse a sí mismo mientras se vive. Y lo creado es uno mismo en la medida en que ha cumplido su fin -que no está garantizado en el caso del hombre: por eso andamos en busca de sentido.
- Otra nota, quizá la que ocupa la clave del arco del ser vivo, es el alma o principio de vida.
Si se cayese la Puerta de Alcalá, en el suelo estarían las mismas piedras -algunas hechas cascotes- que ahora se mantienen en su sitio. Pero ya no serían Puerta de Alcalá. Luego no bastan las piedras de este monumento para que pueda existir como tal. Es evidente. ¿Y qué es ese elemento extra, que está fuera de las piedras, pero que les permite constituirse en un momento dado en Puerta de Alcalá? Se trata de algo inmaterial: la idea de Francisco Sabatini, su arquitecto. Él puso el orden en los materiales con que se construyó. Así sucede con cualquier obra o construcción humana.
Y lo mismo podríamos decir de la diferencia entre lo inerte y lo vivo: el conjunto de elementos que están presentes en un vivo podría reunirse en las mismas proporciones en un laboratorio. Sin embargo, en el laboratorio seguirían formando la misma mezcla inerte. ¿Qué le falta a esa mezcla?
En la misma línea podríamos preguntarnos por la diferencia entre yo y mi propio cadáver un segundo antes y un segundo después de mi muerte. ¿Cuál es la clave cuya desaparición provoca la caída de toda una complejísima arquitectura biológica? Si se desmoronase la Puerta de Alcalá, la idea de Sabatini dejaría de estar en medio de la Plaza de la Independencia de Madrid, aunque seguiría en su mente o en su oficina junto al resto de planos y proyectos. Cuando yo muero, ¿dónde irá el principio que además de integrarme con mi cuerpo me servía para amar y conocer libremente?
Hay una ley que la ciencia no consigue atrapar entre sus fórmulas, un programa que no podemos piratear. Es el programa de la vida. Aristóteles decía que como no podemos definir qué es la vida, debemos contentarnos con detectar sus efectos: sentimos, nos movemos, entendemos. Pero en el caso de la vida se nos hace más complejo seguir el trazo de las causas invisibles de lo visible. La naturaleza sigue guardando el secreto del programa con el que da vida a sus criaturas. Para la realidad que más nos interesa, nos queda reunir sus efectos y nuestras experiencias e intuiciones bajo el nombre de “alma”.
b) De la vida vegetativa a la racional (pasando por la vida sensitiva)
La vida, los vivientes, se agrupan en grados de una escala por la intensidad de las características que se dan en ellos. El grado más bajo se recoge de nuevo en el inmediatamente superior pero esta vez a las órdenes del más alto. Y así en los tres niveles clásicos: vegetativo, sensible y racional.
Vida vegetativa: es la propia de las plantas aunque, como hemos dicho, se encuentra contenida también en los animales y en los hombres. Sus funciones se describen en los tres tipos de movimiento básicos en todo viviente: nutrición, crecimiento y reproducción. Son funciones de base bioquímica en las que no hay ningún nivel de conciencia. A su vez, son el salto infinito que va del cero al uno entre lo inerte y lo vivo. Estas tres funciones o movimientos parten y terminan en el propio ser vivo. Vivir es una especie de lucha o actividad por la que el vivo transforma lo que está a su alcance, se lo incorpora para desarrollarse, y por fin se multiplica para dar continuidad a la especie. Así, la suerte del agua de lluvia que cae bajo una piedra, no es la misma de la que va a parar a los pies de un rosal. Para las primeras gotas, el destino es bastante aburrido: se evaporará o se filtrará en el terreno si es permeable. Y punto. Para las segundas, posiblemente serán absorbidas por la raíz de la planta y transformadas en savia útil y en belleza para los sentidos y, quizá al final, hasta en un gesto de amor. La diferencia es la vida.
Vida sensitiva: es la que distingue a los animales de las plantas. Para los hombres se encuentra a su vez contenida en su naturaleza racional. La vida sensitiva se encuentra en un sistema perceptivo que ayuda y eleva las funciones vegetativas mediante la captación de los diversos estímulos. Cuando estos son captados, se desencadenan diferentes respuestas. La captación de estos estímulos son el conocimiento sensible.
Hay una respuesta instintiva a los estímulos, una apertura al mundo circundante que supone todo un avance con respecto a la mera nutrición. El conocimiento desencadena la conducta de los animales pero no la origina. El comportamiento de los animales está prefijado para su especie; el conocimiento es sólo como el detonante de un explosivo que ya estaba contenido. Los instintos no pueden ser superados ni esquivados. Su conducta no es modificable porque ningún individuo animal está por encima de su propia especie. No hay fines particulares de este o aquél perro que puedan proponerse por encima de los fines de toda la especie. En el hombre, en cambio, aunque cuenta igualmente con conocimiento sensible y con instintos, la cosa cambia. Desde ese nuevo nivel desde el que controla su vida puede proponerse fines propios y controlar a su antojo los instintos y crear su propia historia, personal y común. Las abejas hacen miel estupendamente, porque es su finalidad. Pero tras siglos haciéndola, no han evolucionado y se han hecho reposteras.
El animal conoce por los sentidos y ahí queda su conocimiento. Y actúa por los instintos y ahí queda su comportamiento. Uno y otro están al servicio de la supervivencia de la especie.
Vida racional: es la propia del hombre. En él se rompe la necesidad del vínculo estímulo-respuesta. Como dice Santo Tomás de Aquino, es el único animal que se pone a sí mismo sus propios fines, y es así gracias a que tiene intelecto y voluntad libres. Los fines de la especie están ahí -es importante que sobreviva la raza humana- pero ninguno de los hombres encontramos en su cumplimiento el sentido a nuestras vidas. Se nos quedan bastante cortos.
Ni la especie nos dice cuáles deban ser nuestros fines ni nos proporciona tampoco los medios para alcanzarlos. Debemos encontrarlos por nuestra cuenta. Esta separación entre medios y fines hace que nuestras respuestas a los estímulos no sean automáticas sino deliberativas.
El hombre conoce por su inteligencia y su conocimiento se puede transmitir. Y actúa por su voluntad y su conducta transforma la historia, el mundo y a las personas. Una y otra están al servicio de su propia perfección, que es el fin que les conviene, aunque lo tengan que elegir libremente.
Al no tener los instintos la función directiva de la conducta humana, cobra un papel muy relevante el aprendizaje y la educación. Las crías de los pajaritos aprenden a volar gracias a sus padres. Pero este aprendizaje no es más que un paso instintivo inevitable. Aprender logaritmos neperianos, nos los enseñen o no nuestros padres, no es nada instintivo, como fácilmente acordaremos.
Aprendemos a comer, a andar, a hablar... Nuestra infancia es desproporcionadamente prolongada, en comparación con la de cualquier otra especie animal: hay mucho que aprender. En el hombre el aprendizaje es mucho más relevante que el instinto. El hombre tiene que aprender a vivir.
Y vivir la vida no es responder automáticamente a lo que vaya saliendo (o no debería ser así): tenemos por delante la tarea de “resolverla” y el éxito no está asegurado. El hombre es el único ser capaz de hacer fracasar su vida voluntariamente, del mismo modo que solamente la lleva a su mejor fin si le da la real gana hacerlo. Como se ha dicho ya, lo propiamente humano es darse a sí mismo sus propios fines y elegir los medios para alcanzarlos: y esto es la libertad.
Es como si el desarrollo de la biología humana se encontrase de pronto interrumpida por la vida intelectiva. El hombre se halla por encima de la dictadura de su instinto. Entre la llamada del instinto y la respuesta, media la razón: tengo hambre; ¿qué hago; comer ahora o esperar a terminar de servir la mesa al Presidente del Gobierno, que ha venido a mi restaurante? Puedo decidir, que es usar la razón y la voluntad. Pero si el hombre no se comporta según la razón, sus instintos, al no tener la medida con la que actúan en los animales, se desbocan. Y así hay hombres iracundos hasta extremos desmesurados, comilones hasta dar pena, o dominados y aniquilados por el sexo. El hombre que no es racional es peor que el peor de los animales. La libertad no es un juego para niños.
El cuerpo del hombre está al servicio de su inteligencia. No está especializado para un clima o unas condiciones concretas. Puede vivir en cualquier parte del globo gracias a su intelecto. Por él, está abierto a una infinidad de posibilidades. Utiliza las manos -que quedaron libres al erguirse- para construir y usar instrumentos. Y el principal instrumento, el lenguaje, le sirve de vehículo para su inteligencia, haciendo posibles la historia y la literatura, la comunicación y el arte, la información y la educación. El hombre está compuesto de algo material y de algo inmaterial que da forma a lo material, que se manifiesta en su cuerpo. No es un cuerpo sin alma más un alma sin cuerpo. Es un cuerpo animado (con ánima) o un alma que no se agota animando su cuerpo. “Los ojos son el espejo del alma”, oímos decir muchas veces. Lo infantil sería pretender ver el alma como una parte más del cuerpo y pretender que no existe porque no la vemos. Habría que estar muy ciegos.
El hombre ya no evoluciona porque no se tiene que adaptar al medio. Toda estrategia evolutiva del resto de los seres vivos no tiene otro fin que la adaptación al medio. El hombre se mueve a otro nivel. Cabrán pequeñas adaptaciones residuales (volverse más morenos donde hay más sol o más rubicundos donde menos), pero no alcanzan la categoría de evolución. El hombre progresa y tiene historia porque ya no tiene que evolucionar. El animal no progresa porque está siempre en plena evolución.
c) De los homínidos a los humanos
De esta manera tan viva y expresiva nos traslada José Antonio Marina una figuración de lo que pudo ser el paso del homínido al hombre. Aquél ser se para a pensar. Y al hacerlo, se libera. Ha nacido -“bruscamente”- la subjetividad, la autoconciencia, la libertad inteligente, que hace posible el autocontrol.
Lo que nos cuenta Marina es el momento en que vemos el cambio que alguno sufrió. Sería todavía incluso más apasionante poder ver la película de los hechos previos, del surgimiento del primer hombre (que seguramente no se transformó porque sí en plena carrera). El instante que, como un tajo en la secuencia evolutiva, marcó el antes y el después de la conciencia, la entrada “a saco” en el mundo de la libertad: el origen del hombre.
La materia no dio lugar a la conciencia. Podemos seguir el “tracking” de las distintas adaptaciones orgánicas al medio, para sobrevivir mejor: el cuello largo de las jirafas para alcanzar las hojas más altas de los estirados árboles de la sabana, o la trompa de los elefantes, que les ahorra agacharse y levantar después semejante masa de kilos. Pero, poner en el más desarrollado de los homínidos ese principio que va a transmutar no ya sólo la propia especie, sino todo lo existente; poner en él el alma humana, precisa de algo más, de algún suceso radical y nuevo, totalmente distinto de la mera prolongación una parte del cuerpo. De la misma manera que la Puerta de Alcalá no fue decisión de una serie de piedras mejor preparadas que las demás.
El conocimiento científico se quedaría corto si pretendiese explicar esta novedad. De pronto, un ser tenía conciencia y con ella, insospechados y riquísimos mundos se abrían.
Primero, la conciencia de sí: ese saber acompañante que recorre con nosotros nuestras vidas como en un side-car:
Yo no soy solamente el yo que veo que actúa, sino también el que le ve actuar. Soy también mi conciencia, nos está diciendo el poeta.
Después, aparece otro importante rasgo novedoso que ha surgido con el hombre: la intencionalidad. Se trata de la capacidad de salir de uno mismo y proyectar inteligencia y voluntad, conocimiento y amores hacia objetos distintos de sí mismo. Pero no ya como lo venían haciendo nuestros antepasados y el resto de animales; salimos de nosotros mismos para llegar a las cosas en sí mismas, y no para apropiárnoslas en forma de alimento o de instrumento de nuestro sobrevivir. Podemos ver una persona y preguntarle: “¿qué te sucede?”, sin más.
El tercero sería la subjetividad. A la intimidad de pensamientos y amores le llamamos subjetividad. Estas nuevas capacidades crean en el hombre un mundo interior y propio, íntimo, que es la subjetividad. Es como un tesoro particular, inalcanzable para otros y que sólo se comparte en la amistad o en el enamoramiento, cuando se unen voluntariamente proyectos vitales.
De nuevo aparece el hombre detrás de su rostro biológico; una intimidad que no es continuidad de su exterior corporal. “Aunque la fuerza de la gravedad nos ata a la tierra, la inteligencia nos desata constantemente. Pascal lo explica de esta manera: apenas conocemos lo que es un cuerpo vivo; menos aún lo que es un espíritu; y no tenemos la menor idea de cómo pueden unirse ambas incógnitas formando un solo ser, aunque eso somos los hombres.”
Parece que la diferencia entre el genoma humano y el de los homínidos más próximos, como pueden ser los chimpancés, es inferior al 2%. Y en esa pequeña brecha genómica caben mundos más grandiosos que en lo que va del primer gen del primer vivo al que haga el 98 y pico por cien del simpático chimpancé. Mundos nuevos y mundos por crear en cada biografía. Decía San Juan de la Cruz que “un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo”. No hay un órgano físico para esta nueva capacidad, como pudieran ser las alas en la novedad del volar para las aves. Ahora hablamos de algo tan real como inmaterial: la libertad inteligente. Por eso somos una nueva especie, ya no animal como los demás animales: la del homo sapiens sapiens, reduplicativamente sabedor, para sí y para lo que está fuera de sí: el mundo, los demás y su Creador. “El homo es un género de vivientes que culmina cuando tiene lugar la humanización, es decir, cuando el ser vivo es dueño de su conducta”.
¿Quién lo duda? ¿No vivimos muchísimo mejor que nuestros tatarabuelos? Sin agua corriente, sin luz eléctrica, sin medios de locomoción, ¡sin tele!, ¡¡sin móviles!!, qué escándalo. ¿Y qué en la Edad Media? Pues anda, que cuando estábamos en las cuevas...
¿Ha seguido adelante la evolución desde la época de las cavernas? Hagamos un sencillo ejercicio: imaginemos -Dios no lo quiera- que ha tenido lugar una tercera guerra mundial, más mortífera que ninguna, y que ha arrasado la Tierra, al estilo de “El Planeta de los Simios”. Sólo hemos sobrevivido unos pocos. Si es verdad que habíamos evolucionado, la evolución se habrá quedado con nosotros los supervivientes; seríamos menos, el paisaje algo más deteriorado, pero por lo demás todo seguiría igual, ¿no? Pues no. Cualquiera contestaría que sería inevitable una vuelta al taparrabos, la cueva, y al paseo diario por agua al arroyo. Es decir, que el progreso técnico no nos ha hecho más inteligentes. Y seríamos unos engreídos si pensásemos que los primeros humanos eran más tontos que nosotros. Si el hombre primitivo no llegó al progreso actual fue por falta de tiempo, no de inteligencia. Serían primitivos, pero no tontos.
El progreso se toma su tiempo. Gutenberg inventó la imprenta porque antes alguien inventó la escritura. ¿Fue más inteligente Gutenberg que aquel anónimo ciudadano? Hace unos 3.500 años, en las tierras de la antigua Mesopotamia, el hoy tan castigado Irak, aparecieron los primeros pictogramas, antecedentes inmediatos de la escritura cuneiforme. No sabemos si aquel paisano sabía cuál sería el alcance de lo que hizo: representar gráfica y sistemáticamente el lenguaje. Ahí nació la globalización. Se desató una fuente infinita de comunicación universal, global y se aceleró de un empujón el progreso y su difusión. Sin ella los hallazgos técnicos y culturales habrían quedado aislados.
Primero el habla y la escritura después demostraron que la especie sapiens sapiens había abandonado definitivamente la estrategia adaptativa y estaba plenamente capacitada para poblar y dominar la tierra.
2. Un ser social
Desgracia o no, lo cierto es que, efectivamente, no basta. Y en honor a la verdad, hay que decir que el propio autor de estos versos, Bécquer, corrigió más tarde esta rima y sustituyó la palabra “desgracia” por la de “fortuna”. Y es que por mucho que alguien consiguiese llevar una vida así, echaría de menos el poder hablar con otras personas y alguna otra cosa más.
La persona necesita de otras para desarrollarse como tal persona y alcanzar su plenitud: no hay yo sin tú. Las relaciones entre las personas no son algo accidental, de lo que se pueda prescindir. El hombre es, desde que es hombre, un ser con otros, un ser que coexiste con los demás y con la naturaleza. Esta apertura a lo otro y a los otros es constitutiva, natural, pertenece a su esencia. Es imposible una vida humana si no es en sociedad.
Al nacer, somos el ser más desprotegido de la tierra. Necesitamos cuidado, alimentación y aprendizaje durante una etapa muy superior al resto de mamíferos superiores. Y eso solamente es posible en la familia, la primera de las instituciones sociales. Sin educación no podríamos sobrevivir: la educación ha sustituido al instinto. El hombre “necesita aprender lo que es propio del hombre: necesita aprender a hablar y a escribir; a tratar a los demás y a comportarse en la convivencia; y mil cosas más. Si no se le educa, no despliega sus capacidades. Si no hay un ambiente en que se hable, no aprende a hablar; si no se le enseña a andar erguido, anda agachado; si no vive en un medio culturalmente estimulante, no despliega ninguna capacidad cultural: ni gusto artístico, ni sensibilidad musical, ni siquiera refinamiento gastronómico”. Por tanto, si primero están las capacidades, después la educación y por fin el despliegue de esas capacidades, está claro que en el pack de nuestra dotación natural originaria venía también la necesidad de la educación, la familia y la sociedad. El hombre nace contando con un ambiente humano suficientemente rico y estimulante.
Las capacidades del hombre vienen con su naturaleza pero su desarrollo exige educación: familia y sociedad. La sociedad tiene la obligación de instruir al hombre, de darle conocimientos, de enseñarle a usar sus capacidades como es propio del hombre. Tiene el deber de contribuir a la realización plena del propio hombre.
La persona, sin los demás, se frustraría totalmente, porque se ahogaría su capacidad de dialogar y de compartir, de recibir y de dar. Nadie nació para estar solo. Primero es la socialización inicial en el seno de la familia; después, la integración efectiva en la sociedad.
a) La familia
Ningún individuo puede procurarse por sí mismo todo lo que necesita. La familia es la primera célula de la sociedad, su primera y principal institución, sin la cual los hombres no habríamos durado una sola generación sobre la tierra. El desarrollo de las personas y de la sociedad está mutuamente condicionado, y ninguna institución como la familia para ofrecer esta integración. La familia ofrece a la persona la primera sociedad, y ofrece a la sociedad lo mejor de las personas.
Sólo la familia puede transmitir eficazmente valores fundamentales que dan sentido a la vida, lo que tiene especial importancia en un mundo consagrado al pragmatismo. Y esto es posible porque sólo en la familia se acoge y se quiere a las personas por lo que ellas son, sin que medie utilidad ninguna.
En palabras de G. K. Chesterton, “el lugar donde nacen los niños y mueren los hombres, donde la libertad y el amor florecen no es una oficina ni un comercio ni una factoría. Ahí veo yo la importancia de la familia”.
En la familia aprendemos y enseñamos a vivir y a morir, y esto, realizado por amor, constituye un trabajo social de primera magnitud e imprescindible, pero imposible de ser realizado por dinero. Virtudes tan importantes como la obediencia o la idea de la autoridad justa, la tolerancia y el respeto a los demás se aprenden principalmente en su seno. Si rompemos el origen natural de la familia y admitimos que en su definición cabe cualquier tipo de conjunto humano con deseos (como mucho) de acoger niños, habremos separado la planta de su raíz y sólo nos cabrá esperar que se seque. Los niños necesitan algo más que deseos para llegar a desarrollarse como personas.
Por otra parte, la sociedad civil, tanto mejor desarrollará sus fines por el bien de sus miembros, cuanto más capaz sea de acoger la institución familiar e incluso de imitarla.
b) El bien común
Nuestra existencia en sociedad tiene una finalidad común a todos. Es la ayuda mutua, lo que llamamos bien común. Es en lo que la sociedad en su conjunto imita a la familia. En ésta, todos sus miembros entregan sin miedo todo lo que son sin perder su individualidad, la cual queda además reforzada. La familia transmite al resto de la sociedad sus principales obligaciones con respecto a la persona. Y la primera es la del bien común.
“Muy bien dijo Platón que no hemos nacido para nosotros únicamente, sino que una gran parte de lo que somos se lo debemos a nuestros padres, y otra a los amigos. Y según afirman los estoicos, todo cuanto produce la tierra fue creado para el uso de los hombres, y los hombres para los hombres, de forma que puedan servirse de provecho entre sí y a los demás. Por eso debemos promover la utilidad común con el mutuo intercambio de obligaciones, dando y recibiendo el fruto de nuestro trabajo y de nuestras facultades”
La sociedad tiene la obligación de atender a los más necesitados para promover el bien común. Hay quien propone que sea el Estado quien se ocupe de todas las tareas de redistribución social. Pero esta idea es profundamente dañina para la propia sociedad, ya que con la excusa de esa delegación pierde la sensibilidad solidaria y la pone en manos de un Estado que garantiza más su capacidad de imponerse que el sentido de la justicia. Sin embargo, siempre han estado vivas, especialmente en determinados sectores sociales, la preocupación eficaz y la solidaridad para con los que lo pasan peor.
La que debe ser primera conquista del bien común es el bienestar material; no tanto la obtención de un conjunto suficiente de recursos como la participación justa de todos los ciudadanos en ellos. Es lo que también llamamos derecho a la igualdad de oportunidades.
La segunda obligación de la sociedad con relación al bien común es la paz. No tanto la individual -que es tarea de cada uno- sino la paz social. Y no debe ser el resultado del temor a la represión, sino el equilibrio de toda la sociedad para que -sin violencia ni excesivas tensiones- sea posible a cada ciudadano procurarse los fines propios y los de la comunidad. En el siglo XX, lamentablemente, se sucedieron ejemplos de sociedades -de entre las más avanzadas- sometidas sin gran rechazo interno al miedo, la opresión y el horror.
Son muchos los testimonios que podemos encontrar sobre la Alemania nazi y la pasividad generalizada de su sociedad durante el III Reich. Tampoco hoy en día podemos estar seguros de que nuestra propia sociedad esté lo suficientemente sana como para reaccionar ante una defección de sus dirigentes en la defensa de las libertades. La situación de los ciudadanos que mantienen incólume su espíritu libre es de tremenda debilidad en esas situaciones, aunque su valentía se hace entonces imprescindible. [HISTORIETA]
El miedo es la primera forma de violencia, un atentado contra la paz. Donde reina el temor la vida se encoge. Tristemente en la España de principios del s. XXI aún tenemos el ominoso ejemplo de una buena parte de la sociedad aplastada por el miedo, especialmente en el País Vasco. Se permiten todas las comodidades y privilegios de las sociedades occidentales del primer mundo a condición de que se renuncie a la expresión de la propia libertad política. En esas circunstancias, para ser libre hay que ser héroe, y eso reduce significativamente el número de mujeres y de hombres que se atreven a ser libres. Los ciudadanos ya no preguntan entonces “¿qué puedo hacer?”, sino “¿qué me pueden hacer?”.
Una sociedad está viva -tiene automovimiento y se marca sus propios fines- cuando considera suyo el deber de intervenir, de acuerdo con las posibilidades de cada uno, en las distintas esferas de la vida pública. Y cuando no es así, surge el desinterés, el absentismo electoral, el fraude fiscal, laboral y social, y sólo queda en pie la egoísta defensa de los privilegios de la sociedad opulenta.
Dice el artículo 29.1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Toda persona tiene deberes respecto de la comunidad puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad”. Se abre así el gran campo de las actividades culturales, asistenciales, benéficas, caritativas, deportivas, etc., cuya finalidad es directamente, el bien común y que son promovidas por la iniciativa de los propios ciudadanos.
Además de estas tareas enfocadas en directo al bien común, cualquier tarea o trabajo humanos, desde la sencilla limpieza del hogar hasta la dirección de una gran empresa, deben contribuir al bien común. De esta forma, estarán alineadas con el sentido de trascendencia que difunde el bien en el mundo y dignifica infinitamente a la persona.
El hombre no vive más que en sociedad. Es para él una obligación de justicia colaborar en la configuración de una sociedad más justa, aportando sus propias capacidades personales que, sin duda, habrá a su vez adquirido y desarrollado en la familia, la primera sociedad.
3. Un ser libre: libertad e intimidad
Cristóbal Colón pudo no haber descubierto América. Quizá la tarde en que, paseando bajo el sol por los jardines de la corte, tomó la decisión de pedir ayuda a la Reina Isabel la Católica se le pasó por la mente alguna otra opción; quizá otra expedición a otro sitio, alguna variante de la misma ruta hacia el Este... ¿Por qué no?
Vladimir Ilich Ulianov, conocido por todos como Lenin, estuvo en Suiza durante la Gran Guerra hasta el mismo 1917 en que partió a encabezar la Revolución de Octubre. Vivió feliz en Zurich, y se afilió al Partido Comunista local. Llegó a soñar con hacer la revolución proletaria en Suiza, cosa que habría hecho de no hartarse de la poca fiereza revolucionaria de los helvéticos. Además, Nadia, su mujer, estaba harta de los olores de la contigua fábrica de salchichas... Si la gran revolución comunista hubiera tenido lugar en Suiza en lugar de en Rusia, la cosa posiblemente habría quedado en una anécdota de la historia.
Adolf Hitler, al acabar la Primera Guerra Mundial se encuentra en la tesitura de abandonar el ejército -donde se ha logrado el respeto de sus superiores y es “alguien”- o retornar a su triste vida civil, donde la miseria económica le esperaba y hubiera tenido que hacer frente al desamparo dedicándose en exclusiva a tratar de salir adelante. Estuvo a punto de hacerlo. Pero finalmente decidió quedarse en el ejército, en espera de alguna misión. Le llega su oportunidad, al serle ofrecido un trabajo como espía y propagandista del ejército. Su misión consistirá en introducirse en los círculos políticos y detectar cualquier posible brote de sublevación. Tras sorprender por su capacidad de liderazgo a los dirigentes del DAP, el Partido Obrero Alemán, el 19 de octubre de 1919 comienza su carrera política. Pronto destaca en reuniones y asambleas, diciendo lo que su público quiere oír. Qué lástima que no se hubiese licenciado del ejército...
La historia es la trenza de las circunstancias y las decisiones libres de los hombres: es la historia de la libertad. Lo que visto hacia atrás, bajo la perspectiva de la historia parece inconmovible, en su momento estuvo a un tris de de ser de otra manera. Dependió de la libertad de sus protagonistas. Y éstos lo fueron porque decidieron serlo.
El hombre toma sus decisiones y marca el rumbo en su vida: tiene historia y hace la historia. El desarrollo biológico de cada hombre se encuentra contenido en sus genes. Pero, como ya se ha dicho, no existe el gen de la libertad. Descifrado el genoma humano, podremos anticipar el color de los ojos, la tonalidad de la piel, la estatura y la complexión, la predisposición hereditaria a determinadas enfermedades, el grupo sanguíneo y otras mil cualidades. Pero nunca nos dirán nada de sus proyectos, de sus ilusiones, de sus pensamientos o de sus decisiones; qué amigos hará, que estudiará, en qué trabajará, qué familia tendrá o dónde vivirá. Ser hombre es ser libre y la libertad es impredecible. No está en los genes: no la heredamos de nuestros padres porque no nos viene de la especie a la que biológicamente pertenecemos. Y, sin embargo, ya al ser concebidos estamos dotados de ese don insospechado que es la libertad.
Podemos explicar qué es la libertad diciendo que es el poder dirigir y dominar los propios actos; la capacidad de proponerse fines y de decidirse a alcanzarlos; el dominio propio con el que gobernamos nuestra existencia y nuestras acciones.
En la acción libre se ponen en juego las dos facultades más altas del hombre: la voluntad y la inteligencia. La voluntad elige de entre lo que antes ha sido conocido por la inteligencia. Antes de elegir es preciso deliberar, hacer circular por la mente las distintas posibilidades. La decisión es el corte de esa rotación mental de posibilidades. Me decido cuando elijo una de las posibilidades debatidas, pero no es ella la que me obliga a tomarla, sino que soy yo quien la hago salir del campo de posibilidades, dotándola de un valor conclusivo. Elegir es también decir que no.
El tipo de libertad más fácil de ver es la libertad de movimiento, la libertad física. Puedo moverme e ir donde decida. Pero antes de esta libertad de movimiento está el acto voluntario por el que decido hacerlo. Es importante caer en la cuenta de esta distinción: permite decir de un hombre encarcelado que, en rigor, aún es libre. A un hombre se le puede arrebatar todo menos esa íntima y última libertad por la que puede vencer a sus verdugos cuando estos ejecutan la condena. Pero no hace falta llegar a una tesitura tan radical para tomar conciencia de esta prerrogativa. La elección de nuestro propio talante interior, de nuestro modo de ver la vida, de nuestros valores. La violencia y la tiranía habrán destruido a lo largo de la historia muchos pueblos; han encarcelado voluntades y aplastado los anhelos de vivir en libertad de muchas personas. Pero esas voluntades y esa libertad les han sobrevivido siempre.
a) La libertad no es absoluta
El hombre no es un ser absoluto como no lo es ninguna de sus facult
ades. Su voluntad libre puede amar a Dios, y su inteligencia es capaz de contemplar a su Creador y a su obra. Decían los clásicos que son como un chispazo de Él mismo. Pero eso no les hace, ni mucho menos, absolutas. Nuestras limitaciones son una obviedad. Si nuestro corazón se detuviese tan solo unos momentos, moriríamos. Y qué decir de la fragilidad de un bebé de días o semanas acostado en su pequeña cuna. O de tantas experiencias de impotencia. O de cuando la desgracia del ser querido nos ha partido el corazón. Nuestra finitud nos dibuja con trazo fuerte, nos delimita, da forma a todo lo grandes que queramos ser.
Nuestras limitaciones son físicas, psicológicas, morales e intelectuales. Son nuestras, y limitan igualmente nuestra libertad. A un ser limitado le corresponde una libertad limitada, pero que se hace infinita cuando lo que elige lo es.
Del mismo modo que el conocimiento en los animales es un instrumento para su supervivencia, la libertad es instrumental con respecto al logro del fin y del perfeccionamiento humanos. La diferencia es que el fin del animal, el mantenimiento de la especie, no recoge ni al individuo ni su conocimiento animal. Éstos, como rompe la ola en el dique, terminan al llegar a su fin, que es como su acabamiento. El fin del hombre, sin embargo, es libre y personal: llega a él con la plenitud de su inteligencia y su voluntad finitas y libres. Sólo que su libertad no es su fin, sino la Verdad, el Bien y la Belleza. La voluntad que libremente se salta sus límites, cae y termina por perderse, por hacerse esclava.
“La providencia no ha creado al género humano ni enteramente independiente ni completamente esclavo. Ha trazado, es cierto, un círculo mortal del que no puede salir; pero dentro de sus amplios límites el hombre es poderoso y libre, lo mismo que los pueblos”. (Alexis de Tocqueville).
Podemos distinguir cuatro planos cuyo examen por separado nos puede ser muy útil para movernos con mayor soltura en este tema sobre el que tanto se opina y en ocasiones tan confusamente. Son los siguientes:
-la libertad interior,
-la libertad de elección,
-la libertad como proyecto vital y
-la libertad social.
b) Libertad interior:“Nosotros hemos tenido la oportunidad de conocer al hombre quizá mejor que ninguna otra generación. ¿Qué es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que ha inventado las cámaras de gas, pero asimismo es el ser que ha entrado en ellas con paso firme musitando una oración”
La libertad interior es la base de los derechos humanos. De ella surgen los derechos a la libertad de expresión y de opinión, la libertad de conciencia y el derecho a vivir de acuerdo con las propias convicciones e incluso el derecho a la vida misma. La llamamos así porque es como la casa de nuestra intimidad. Vista así, la libertad no es tanto algo que tenemos como algo que somos. Más que tener libertad, somos libres.
Por eso, no se nos puede privar de esta libertad interior. Los totalitarismos que han intentado arrebatarsela al hombre nunca lo han conseguido. Y al llegar a la inevitable conclusión de su fracaso, muchas veces han decidido acabar con el hombre libre, matarlo, movidos quizá más por propia la impotencia que por alcanzar su terrible fin.
La libertad interior es la apertura básica del hombre a todas las cosas: el hombre no está centrado sobre sus instintos o intereses, sino que es libre para hacerse con todo siguiendo la propia jerarquía de la realidad. Es también actividad, diseño propio de la propia conducta, tendencia a la autorrealización personal.
Pero es también una libertad situada: el que es libre es este hombre aquí y ahora, en un momento -“su” momento- y en un lugar. Libertad no es pura independencia ni simple espontaneidad. No percatarse de esto pone en peligro la propia libertad humana. El hombre no es libre respecto a su nacer ni respecto a su morir. Uno marca, eso sí, los jalones de su propia vida y elige su proyecto vital. Pero incluso para eso necesitamos ayuda, y somos conscientes de que mucho de lo mejor de nuestras vidas -amigos, amor, habilidades, “suerte”- es más un don que recibimos que un logro que alcanzamos.
Nuestro cuerpo, nuestra historia, nuestro nacimiento forman parte de nuestro propio ser. “Yo soy yo y mi circunstancia”, decía Ortega y Gasset. Nuestra libertad parte de nuestra situación, que es nuestra circunstancia. Y nunca puede consistir en liberarnos de dicha circunstancia porque eso acabaría con nosotros. Sin embargo no se trata de una rémora, de una atadura, sino la condición de mi libertad. Sería algo así como aquello que tengo que libertar. Lo que ya soy no es un inconveniente de mi libertad, sino precisamente lo que tiene que ser libre, lo que hace posible la práctica de mi libertad.
c) Libertad de elección:Todos tenemos la experiencia de sentirnos libres al haber podido elegir entre varias opciones que se nos presentan. Al ser la nuestra una libertad situada, el número de opciones que se nos presentan está limitado a nuestra particular situación. Pero esa limitación no anula sino que reduce nuestra capacidad de elección. Por otra parte, nuestra libertad no reside en el hecho de que pueda elegir cualquier cosa, con independencia de lo que elija, sino en que elija lo que elija, he elegido yo, y he hecho bien o he hecho mal porque he querido. La libertad es anterior al mero elegir; es sobre todo el yo que elige.
Es un error bastante común hoy en día el pensar que la libertad significa principalmente libertad de elección. La equivocación está en creer que la elección está por encima de quien elige y de lo que elige, ya que la libertad es un instrumento para alcanzar nuestro fin. Según esa concepción, el único límite de la libertad está respetar la libertad de los demás.
Claro que hay que respetar la libertad de los demás; eso ya estaba inventado. No hace mucho que hemos dicho que nada ni nadie puede entrar en el santuario de la conciencia de cada uno y arrebatarle su propia libertad interior. El problema está en pensar que la libertad de elegir está por encima de los valores que luego puede elegir. Porque si el valor del bien o de la verdad no se imponen a mi libertad de elección es difícil que ese respeto a los demás sea algo más que pura conveniencia. Se reduciría a una mera transacción: “te respeto si me respetas”, un equilibrio demasiado fácil de romper en cuanto se tiene la fuerza necesaria y la codicia suficiente.
El bien y la verdad son valores en sí mismos; independientemente de que los elija o no. Por eso mi libertad vale algo. Si fuera ella la que los hiciera valer, realmente no valdrían nada.
Lo contrario es reducir el valor de la libertad a la espontaneidad: “lo que me sale de dentro”, “lo que me brota”, etc. Se dice muchas veces que es la única manera de ser “auténtico”. Según esta manera de ver las cosas, el hombre no puede aspirar a mejora alguna y todo lo que debe hacer con su entendimiento y voluntad es vigilarse a sí mismo para no interrumpir ese brotar tan natural. Pero la espontaneidad no asegura que elijamos bien. Decía José Antonio Marina en una entrevista al diario ABC que “con frecuencia se confunde espontaneidad con libertad lo cual es muestra de analfabetismo. Todos los burros que conozco son, desde luego, muy espontáneos, pero tengo mis dudas acerca de su libertad”.
Frente a esto podemos decir que las decisiones humanas son fruto de la libertad de elegir, que nos es posible elegir bien o mal y que dependiendo que lo que hayamos elegido libremente mejoraremos o empeoraremos nuestra propia condición. Necesitamos criterio para optar con acierto. Necesitamos un proyecto que se concrete en determinados valores y que guíe nuestra elección. Esos valores tendrán que haber sido elegidos y se aprenden mediante la ecuación y se aplican mediante la prudencia. Los obstáculos de la libertad son la ignorancia y la debilidad, no nuestras limitaciones. El que no sabe lo que tiene que hacer, sólo tiene la libertad de equivocarse, pero no la de acertar. Y el que es débil se deja arrebatar la libertad por el desorden de sus sentimientos o por la coacción externa del qué dirán.
Veamos ahora dos exagerados pero simpáticos y gráficos ejemplos de lo que sería poner la libertad de elección por encima de todo
Nuestras elecciones, como se ve en estos textos, tienen consecuencias, también para quien actúa, ya que al ser repetidas producen hábitos y estos forman como una segunda naturaleza, un nuevo modo de ser. Producen un enriquecimiento o un empobrecimiento personal. Se puede elegir libremente una conducta que arruine la propia vida o bien uno puede maximizar su libertad haciendo de su vida una vida bella.
“La naturaleza responde bien a lo que le conviene y responde mal a lo que no le conviene. Es lógico y puede servir para detectar lo que es bueno y lo que es malo. Esto sucede en todos los campos, aunque no de la misma manera. El que come un alimento que no le conviene lo notará. Incluso lo podemos percibir externamente: veremos su mala cara, sus espasmos o quizá le veremos revolcarse por el suelo. Las equivocaciones o los aciertos en el plano físico se notan físicamente (...) Los errores y los aciertos en el uso de la libertad (...) no se pueden sentir físicamente [no nos ponemos verdes o nos crece la nariz cada vez que mentimos] pero se perciben de alguna manera. Por eso decimos que uno se siente bien cuando obra bien y que se siente mal cuando obra mal. El obrar bien deja siempre una huella de felicidad mientras que el obrar mal, deja un rastro de insatisfacción o de disgusto”.