La Fotografía como Expresión Mística y Social: Minor White y Robert Frank

Enviado por Programa Chuletas y clasificado en Plástica y Educación Artística

Escrito el en español con un tamaño de 7,22 KB

2.2. Minor White y la Efusión Mística

Con este autor, la fotografía deja de tomar como modelo a la pintura. La fotografía se apoyará más en el acto interior de ver que en la técnica, como la tendencia anterior. El camino consistirá en transfigurar las realidades inmediatas sin tener que deformarlas. Nacido en Mineápolis, Minor White es iniciado en la fotografía por su abuelo; en Oregón obtiene sus primeros encargos de fotografías arquitectónicas y teatrales. En 1945, estudia en Nueva York Historia y Filosofía del Arte, y colabora en el MOMA, conociendo a los mejores fotógrafos de la época, sintiéndose impresionado por la personalidad de Stieglitz.

Con Minor White, la fotografía pasa a ser una expresión poética; fue ante todo un místico. Para él, hacer una foto es encontrarse en un estado de receptividad extrema y existen cuatro motivos para fotografiar:

  • Tomar posesión de lo real para metamorfosearlo.
  • Tomar posesión de lo real para aprender a aceptarlo.
  • Para tomar conciencia de la presencia de sí mismo.
  • De la divinidad.

Ordena sus obras por secuencias, no narrativas, sino como poemas en imágenes, como si cada imagen fuese una palabra. El misterio conduce a participar en la obra a través del espíritu. Para él, una foto es un símbolo, una metáfora, algo independiente del tema fotografiado. Por ejemplo, la corteza rugosa de un árbol puede evocar una rudeza de carácter. Así, la fotografía puede comunicar lo que no se ve. De este modo, establece una conexión entre materia y espíritu. Sus fotografías son imágenes para contemplación, evocaciones de la realidad más que la realidad misma.

Discípulo de Ansel Adams en cuanto a método, White fue un técnico exigente.

2.3. Robert Frank

El fotógrafo Robert Frank y su libro, Los americanos, ejerció sobre los jóvenes una influencia próxima al mito. Nacido en 1924 en Zúrich, Robert Frank es a los dieciocho años aprendiz de fotógrafo. En 1947, marcha a los Estados Unidos, donde Alexey Brodovich le contrata para Harper's Bazaar.

Trabaja también para las revistas Fortune, Life, etc. Pero la dependencia del fotógrafo de reportaje y la rutina del fotógrafo de moda le resultan demasiado pesadas. Viaja. De Perú, se trae un libro hecho en colaboración con Werner Bischof y Pierre Berger, Indios no muertos (1956).

De regreso en Nueva York, se dedica a la publicidad y ayuda a Edward Steichen a preparar su famosa exposición «The Family of Man». Walker Evans le anima a presentarse a la beca Guggenheim y, en 1955, es el primer fotógrafo no americano en recibirla. Recorre entonces los Estados Unidos para realizar su proyecto. Su amigo el editor Robert Delpire, de París, que en 1952 había incluido ya fotos suyas en la revista Neuf, publica en 1958 su libro Los americanos, con un texto de Alain Bosquet. Grove Press, de Nueva York, lo reedita en 1959, con un texto de Jack Kerouac, a quien Frank conoce desde hace poco y que le ha precedido on the road. Para Frank, «la fotografía es un viaje solitario». La beca significó en primer lugar para él una ocasión de escapar a las coacciones profesionales.

Pero partió decidido a traerse imágenes capaces de prescindir de las palabras y de hacer «inútil toda explicación». El resultado tuvo al principio una mala acogida, porque se tomaron esas imágenes desencantadas como un ataque contra el optimismo americano. En realidad, se trata de mucho más que eso. En un mundo de soledad del individuo frente a una realidad discontinua y vacía de sentido, capta las comedias insinceras con que el viajero se tropieza a lo largo de su camino. La subjetividad de Frank suscitó el asombro. Se podría hablar en tanta medida de su objetividad extrema. Porque Frank confiesa que lo inacabado, lo vago, lo miserable, lo indistinto, que forman el verdadero tejido de nuestra manera de mirar. Frank no se erige en maestro del saber ver y saber admirar las cosas bellas. Está de nuestro lado, al lado de todos, solo entre la muchedumbre. Comparte y nos obliga a confesar lo más cierto, lo más común también, que hay en lo visual cotidiano ordinario.

No se trata de juzgar una calidad vista desde el exterior. De cada imagen, «se diría que él estaba dentro y que ha salido para captarla». Basta de sorprender el bello orden del mundo en uno de esos instantes en que parece cristalizarse.

No interesan los «momentos decisivos», sino los momentos in between, los momentos entre aquellos que parecen plenos de sentido y armonía. Hasta entonces, el fotógrafo se consideraba como un cazador de instantes significativos, como conejos en el bosque, a los que hay que descubrir, matar y traerse a casa. El fotógrafo posterior a Frank sabe que no existen momentos significativos, que somos nosotros quienes les dan significaciones y que la oportunidad de la fotografía no está en sorprender un mundo en flagrante delito de coincidir con nuestras ideas, sino tal como es, absurdo. Mundo anterior al pensamiento y al sentido. La foto apunta desde entonces a mostrar la existencia, que desborda siempre de lo que se espera y de lo que se dice, la existencia que pena (Los americanos son también La náusea de Sartre) fuera de las ideas. Según Walker Evans, en las mejores fotos, «subsiste siempre... un residuo de misterio, para el cual... no podemos contentarnos con una fórmula tan desprovista de sentido como "la elección del momento por el artista"». La impecable definición que Cartier-Bresson hizo de la fotografía: «reconocimiento... de la significación de un hecho y de la organización rigurosa de las formas...» falla por su eslabón más débil. Los «hechos» no tienen «significación». A decir verdad, tampoco hay «hechos». O lo que viene a ser lo mismo, los sentidos posibles son tan numerosos y diversos que resulta vano tratar de elegir. A las fotografías «cerradas» (por emplear los términos de Robert Doisneau) suceden las fotografías «abiertas», abiertas en todos los sentidos posibles, comprendido el de no tener ninguno. Abrirse a lo trivial, a lo común, no quiere decir renunciar al dominio de sí mismo. Con Frank, la fotografía cuenta cada vez menos con la suerte y cada vez más con la disciplina interior del fotógrafo. Lo esencial no debe venir «de mis movimientos, como el momento decisivo, sino de mi propio interior». En 1952, se siente impresionado al ver que el pintor Willem de Kooning pasa más tiempo en reflexionar que en pintar. Y si Frank ha confesado siempre su admiración por Walker Evans, Bill Brandt y su amigo Louis Faurer, se ha mostrado todavía más atento a los pintores de la abstracción lírica: De Kooning, Franz Kline, Jasper Johns, Larry Rivers. Como ellos, transforma en dominio los accidentes posibles, el salpicado de pintura o el brillo de la luz sobre el objetivo. Como ellos, presta una gran atención a las extensiones y las derivas de la visión lateral del ojo.

Entradas relacionadas: